Regalos que te hace la vida, nuevas amistades.

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Un voluntario de Tándem, nos cuenta su experiencia como voluntario de nuestro centro…

Todo empezó por aburrimiento. Ojalá pudiera decir algo más lírico, como que soy un hombre de compromisos, preocupado por las injusticias globales y la deforestación del Amazonas, pero estaría mintiendo. La verdad es que el principal motivo por el que acabé de voluntario en Tándem era porque no soportaba la eterna y somnolienta inacción de los domingos. Harto de pasármelos en el sofá viendo vídeos absurdos en youtube, decidí buscar algo interesante que hacer.

La Guindalera, mi barrio, no ofrece grandes actividades culturales, de entretenimiento o deportivas; mucho menos en días festivos. Así que Tándem ni siquiera era mi primera opción; sencillamente fue lo único que encontré que tuviera vida en domingo. Llegué allí, escéptico, sin ganas reales de que me gustara.

Pasé el curso de formación fingiendo interés, ignorado lo que me decían, canturreándome cancioncillas mentalmente, imaginándome que el chico que nos daba la charla tendría una doble vida como agente de la KGB o cupletista en el Moulin Rouge.

Finalmente, como Tándem todavía estaba dando sus primeros pasos y no había muchos voluntarios -lo de las listas de espera y la selección previa ha sido posterior- pude entrar sin demasiadas complicaciones

La llegada fue buena. La chica responsable de Tándem me recibió con amabilidad y me mostró el sitio; también me explicó las normas, que no eran muy complicadas ni sorprendentes, y elegí uno de los cuatro turnos posibles (el del domingo por la mañana, claro).

El local es tal vez demasiado funcional; tiene una decoración muy estandarizada y con poca personalidad. Pero resulta acogedor; de eso me di cuenta luego, el segundo día, cuando me sorprendí preparándome un café como si estuviera en mi propia casa. Me senté con un par de usuarios que estaban conversando sobre los comedores sociales del centro de Madrid. Aquello me resultó interesante y les pregunté con naturalidad, olvidándome de cierta frontera mental voluntario-usuario que me había impuesto al entrar. Al cabo de un rato estábamos charlando como lo haría con unos vecinos cualquiera.

Entonces me di cuenta de algo tremendo: yo nunca había hablado con una persona sin hogar. De hecho, hasta entonces no las había visto; o sea, era consciente de que existían y las veía, pero no me había fijado en ellas; no las había individualizado fuera del paisaje urbano.

Era la primera vez que me había sentado con alguien así, cara a cara, e intercambiado impresiones con él. Y la verdad es que fue todo normalísimo.

Pronto me acabé integrando. Sentí que ya no era más un polizón en un ambiente que no era el mío. Los usuarios empezaron a interpelarme por mi nombre y yo me aprendí el de ellos. Éramos ya un pequeño conjunto de personas con rostros, humores, grandezas y manías; nos importábamos los unos a los otros, nos afectábamos recíprocamente con nuestras decisiones, para bien y para mal.

De entre todos los usuarios había uno cuyo rostro me era familiar, Carlos. No sabía de qué, pero le conocía. Hablábamos mucho porque compartíamos afición por el cine. Una vez, de casualidad, le vi en la biblioteca municipal donde voy con frecuencia. Me di cuenta de que

le había visto muchas veces allí, por eso su cara me resultaba conocida. Nos saludamos y reemprendimos nuestra última conversación en torno a la decadencia fílmica de Coppola.

Como coincidíamos con tanta frecuencia tuvo la confianza necesaria para pedirme que le acompañara en su primer encuentro con sus hijas en muchos años; estaba nerviosísimo por ello y temía estropearlo todo. Fui. Aquello salió bien y fue una hermosa velada de reconciliación y recuperación del tiempo perdido.

Carlos y yo hemos seguido quedando y vamos a la Filmoteca de vez en cuando. De hecho, ni él ni yo habíamos tenido a nadie antes con el que ir a ver pelis minoritarias y había sido hasta entonces una afición solitaria.

Podría concluir diciendo que esta experiencia me ha transformado y que soy mejor persona. La verdad es que tampoco ha sido tan epifánico, no he cambiado tanto; sencillamente he aprendido algunas cosillas. Aunque ahora, eso sí, hago algo interesante los domingos por la mañana.

Y tengo un nuevo amigo.

J.

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