Una reunión de amigos. Así definiría lo que tuve oportunidad de vivir bajo la leve luz de las farolas que alumbraban aquella placeta.
Me acerqué con cierta timidez a aquel círculo de personas que reían mientras conversaban entre ellos y narraban sus historias. No hizo falta dar el primer paso, tras sus rostros y la sombra de las máscaras con las que convivimos ahora, pude ver el fruncir de sus ojos y enseguida supe que estaban sonriendo. Me preguntaron mi nombre, se interesaron por mí, por mis estudios y mis inquietudes. Sin darme cuenta ya era una más.
(J) me dijo que debía pasar la prueba de los novatos, y con un ingenio similar al de Arquímedes me planteó un acertijo sin miramientos. Obviamente no lo conseguí descifrar, pero enseguida se ofreció a explicarme la ocurrente solución. El tiempo parecía haberse detenido y sin darme cuenta conversaba con (M) acerca de sus aventuras en Colombia. Hablamos del mundo y del egoísmo, de la codicia y los vicios banales. Me dijo una frase que se me quedó grabada en la mente: “Estoy pagando por lo que he hecho”. Y yo me pregunto, ¿Qué diferencia los actos de (M) con los míos? Me angustia pensar el precio que algunos tienen que pagar en el discurrir de sus vidas y no, no hay ninguna diferencia entre él y yo. Cuánta sabiduría encerraba el corazón de (M).
Llegó el tiempo de las despedidas, todos y cada uno de ellos nos dieron las gracias, mientras acariciaba a Princesa, la perrita de (R) no podía dejar de pensar en lo duro que era aquello. Mis nuevos amigos tendrían que dormir en el frio mundo que es la calle mientras yo regresaba a eso que todos llamamos hogar.